Son las dos de la tarde…hay un sol agradable, no muy intenso, más bien tibio y de rayos moderados. Anoche estuvo lloviendo a cántaros, fue una lluvia de esas pertinaz, perenne. Esas lluvias que no dan tregua ni descanso y te dejan desprotegido de solo pensar qué pasaría si no estuvieras ahí, cobijado y bajo techo, al descubierto y solitaria en medio de la noche.
Parece imposible que este lugar sea el mismo de la madrugada: este lugar, el de este instante, es brillante, luminoso, ligero, colorido, tibio…el otro, opaco, pesado, en sombras, frio.
Recuerdo a mi querida amiga Beatriz, quien hablaba de los fantasmas y monstruos que la asaltaban en la noche, y se volvía indefensa e impotente por todos esos pensamientos que cabalgaban intrusos hasta su cama y la acechaban con ideas y recuerdos de engaños de amores, cuentas por pagar, proyectos inconclusos, facticidad de enfermedad y muerte, abandonos y otras tragedias…En fin, todas esas ideas que nos preocupan o nos colman de culpa sin “son ni ton”, llenando de angustia la mente-corazón…Así, ni más ni menos, me experimenté anoche por culpa de esa lluvia que parecía un lloro de niño con hambre, un lloro de niño con sueño, un lloro de niño con frío, un lloro de niño sin madre/padre.
Afortunadamente, mi amiga Beatriz también me compartió su secreto para alejar a esos fantasmas y monstruos noctámbulos, lo cual lograba pensando que todo era producto de la noche, que la ponía indefensa e impotente, más vulnerable que de costumbre, pues todo pasaría al amanecer, cuando la luz del día devorara las sombras y los miedos.
Eso hice anoche, conjurar a los intrusos pensando “cuando amanezca”…
M.C.P.
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